En junio de 2024, la victoria de Claudia Sheinbaum marcó un hito para el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), el partido que ella ayudó a construir desde 2011. Junto con sus aliados en la coalición Juntos Haremos Historia, Morena ganó siete de los nueve gobiernos estatales en disputa y logró la supremacía en ambas cámaras, con la ayuda de algunos “acuerdos” políticos. Mientras que alrededor del mundo se ha celebrado esta victoria como un símbolo en contra del resurgimiento global de la extrema derecha, estas elecciones fueron, posiblemente, las más violentas en la historia de México: 36 candidatos fueron asesinados y más de 1.000 candidatos y precandidatos renunciaron debido a la violencia política. Además, fueron robadas urnas electorales y no se pudieron instalar unas 175 casillas de votación debido a los altos niveles de inseguridad y conflicto. Pero la violencia no fue el único obstáculo para la democracia electoral, continuaron los favores políticos a cambio de lealtad, la corrupción y la fragmentación de antiguas alianzas, prácticas que recuerdan al antiguo partido de Estado, el Partido Revolucionario Institucional (PRI).
La forma en la que se llevaron a cabo estas elecciones evidenció lo que algunos mexicanos podrían calificar como una democracia simulada. En la nueva alineación del gabinete, aparecen los mismos nombres, pero en diferentes posiciones. Morena promovió figuras polémicas: por ejemplo, Omar García Harfuch, quien fue coordinador estatal de la Policía Federal en Guerrero durante la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, fue designado como secretario de seguridad. Además, algunos representantes electos cometieron fraude al ocupar cargos designados para grupos subrepresentados. El Instituto Nacional Electoral, institución encargada de supervisar las elecciones, había reservado 63 escaños para personas indígenas, afromexicanas, migrantes, con discapacidad y pertenecientes a la comunidad LGBTQIA+, pero al menos 10 candidatos han sido denunciados por suplantar la identidad de personas indígenas o afromexicanas. Además, solo el 60% de la población votó en las elecciones, y 2% de los votos fueron anulados debido a tachaduras y anotaciones. La oposición —representada, por ejemplo, en la figura de Xóchitl Gálvez— no era tampoco una opción para quienes aún recuerdan los gobiernos del Partido Acción Nacional (PAN) y los del PRI que le precedieron. Aunque podría haber muchas explicaciones para la baja participación, también se deben entender estas elecciones en un contexto de guerra.
Desde 2006, el gobierno mexicano ha encabezado una “guerra contra las drogas”, transformando el país con la militarización de la vida cotidiana. México ejemplifica una forma de capitalismo altamente militarizada y caracterizada por una cruel brutalidad en la que se difuminan los límites entre las empresas criminales y legales, y donde las fuerzas armadas asumen un papel clave en la adecuación de los espacios para las necesidades del capital, oscilando entre ser un actor disciplinario y económico. Durante la administración de López Obrador (2018-2024), el predecesor de Sheinbaum y fundador de Morena, el Estado les otorgó a las fuerzas armadas un papel fundamental en los negocios de infraestructura, transporte y construcción; como resultado, el poder ejecutivo se ha vuelto más dependiente que nunca a ellas.
Herencia militar
En 2007, cuando el presidente Felipe Calderón (2006-2012) declaró una amplia militarización de Michoacán y algunos estados del norte de México, el término “guerra contra las drogas”, acuñado en Estados Unidos, irrumpió con fuerza en el debate político mexicano. Sin embargo, la política de reducción del consumo de drogas en Estados Unidos a través de un enfoque exclusivo en la oferta —asesinando a los líderes de los llamados carteles o a través de las operaciones especiales en México— existía desde mucho antes, remontándose a los años setenta. La violencia, no obstante, se ha intensificado desde la declaración de “guerra” de Calderón. Según cifras oficiales, desde 2007 ha habido más de 400.000 homicidios y más de 100.000 personas desaparecidas, mientras que los niveles de impunidad se aproximan al 96%. En comparación, las cifras oficiales de muertes de policías y militares son significativamente inferiores, con aproximadamente 802 policías asesinados en servicio entre 2013 y 2018. Los gobiernos desdibujaron la línea entre los “criminales”, que podían ser asesinados impunemente, y la población civil; las desapariciones forzadas, la tortura y las detenciones arbitrarias se convirtieron en hechos cotidianos. Si bien los perpetradores no siempre son identificados, la policía municipal, estatal y federal, así como el ejército, han estado implicados con frecuencia en la violencia generalizada. El caso más conocido es la desaparición forzada de 43 estudiantes y el asesinato de 6 más en Ayotzinapa (Guerrero) a manos de fuerzas estatales en 2014; un hecho que, una década después, sigue siendo un símbolo de la violencia y la impunidad en México.
Marcha de las madres buscadoras en el Día de la Madres, 2024 | Autora: Inés Durán Matute

Aun con los esfuerzos legales por cambiar esta situación, los casos en contra de soldados están normalmente restringidos a los tribunales militares. Apenas temen al poder judicial civil o a las recomendaciones de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, la cual reúne denuncias, pero no tiene la competencia para imponer sanciones. Para proteger legalmente a los soldados, un decreto de 2007 los designó como Fuerzas de Apoyo Federal para “situaciones críticas de perturbación o alteración de la paz social”. Sin embargo, un fallo constitucional estableció que “las instituciones de seguridad pública serán de carácter civil”. Aunque en repetidas ocasiones varios gobiernos debatieron leyes para incrementar la presencia militar en la seguridad pública, finalmente consideraron que implementarlas tendría un costo político demasiado alto. En 2017, el gobierno de Peña Nieto aprobó una polémica ley de seguridad que ampliaba el papel de las fuerzas armadas en asuntos civiles, pero esta fue derogada por ser inconstitucional. Las consecuencias para los derechos humanos derivadas de las inconsistencias legales y de la protección a los militares fueron desastrosas.
Dado que a mediados de la década de 2010 crecía el descontento popular, Andrés Manuel López Obrador en su campaña presidencial de 2018 prometió poner fin a la guerra. Sin embargo, durante su gobierno no solo no se cumplió esta promesa, sino que durante sus seis años de mandato el país registró el mayor número de homicidios. En lugar de romper con las políticas de seguridad anteriores, la “Cuarta Transformación” de López Obrador optó por una postura autoritaria y otorgó mayor poder y competencias a las fuerzas armadas. En 2019, López Obrador abolió la controversial Policía Federal, y con el Congreso creó una nueva fuerza de seguridad: la Guardia Nacional (GN). No obstante, los cambios fueron principalmente nominales, ya que el 76% de sus integrantes provenían del ejército o de la marina, lo que hizo que la GN fuera muy controvertida desde su creación. En 2020, circularon en internet videos que mostraban a miembros armados de la GN persiguiendo a migrantes desarmados cerca de la frontera sur de México, lo cual ilustró su función en operaciones antimigratorias más que en políticas contra el crimen.
En mayo de ese mismo año, López Obrador finalmente hizo lo que sus predecesores no habían podido conseguir debido al descontento político: mediante un decreto, involucró formalmente a las fuerzas armadas en operaciones de seguridad pública, incluyendo detenciones y órdenes de aprehensión. Esto aumentó significativamente las capacidades militares, aun cuando el mandatario había prometido explícitamente no emprender tal acción durante su gobierno. A través de otros 18 decretos, amplió las funciones de las fuerzas armadas y les transfirió 103 funciones civiles. Al igual que los gobiernos anteriores, López Obrador justificó la expansión militar aludiendo a la violencia generalizada. Sobre las bases de las distintas políticas de “guerra contra las drogas” implementadas desde el 2006, extendió la autoridad de las fuerzas armadas mexicanas a la migración, la supervisión de aduanas y aeropuertos, la gestión de programas sociales, la distribución de vacunas y medicamentos, la ciencia y la investigación, así como a la construcción, operación y administración de infraestructuras.

Aun cuando el gobierno de López Obrador implementó extensas medidas de austeridad entre 2018 y 2024, el presupuesto de las fuerzas armadas continuó creciendo. Durante este periodo, los presupuestos de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) y de la Secretaría de Marina (Semar) crecieron un 121% y un 63,8%, respectivamente, pasando de 112.326 millones de dólares en 2018 a 331.321 millones de dólares en 2024.1 Mientras tanto, la salud, la ciencia y el poder judicial sufrieron recortes presupuestarios, y varias instituciones civiles fueron parcialmente desmanteladas. Por ejemplo, durante el mandato de López Obrador, el número de personas sin acceso a los servicios de salud aumentó considerablemente. Además, la amplia transferencia de funciones públicas a los militares ha implicado que incluso parte del presupuesto civil refuerce del presupuesto militar. Después de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, Sedena recibió la segunda asignación más alta de fideicomisos, un presupuesto discrecional complementario. Lo que esta información muestra es que, durante los últimos seis años, el gobierno de López Obrador profundizó e intensificó el proceso de militarización ya existente, al otorgar a las fuerzas armadas más poder, presupuesto y funciones que antes.
El negocio militar
Aunque la mayoría de los soldados desplegados a finales de la década de 2000 en nombre de la lucha contra las drogas fueron enviados a los estados del norte, no hay evidencia de que las inversiones extranjeras directas hayan dependido de la intervención militar. En los últimos seis años los vínculos entre las fuerzas armadas y el sector empresarial se han profundizado. Bajo el mandato de López Obrador, el gobierno fomentó que los militares se convirtieran en un actor económico, una empresa por derecho propio. Para ello, creó la compañía estatal Olmeca-Maya-Mexica (OMM), bajo el control de las fuerzas armadas, cuya misión es “administrar, controlar, supervisar, operar y explotar bienes nacionales y sociedades de actividades económicas diversas”. Actualmente, OMM administra aeropuertos, centrales de combustible y servicios turísticos, incluyendo hoteles, parques nacionales y museos.
El negocio militar se extiende a la infraestructura de transporte y comunicaciones, incluyendo la industria aérea. El gobierno adquirió la aerolínea nacional Mexicana de Aviación, la cual había sido declarada en quiebra, por aproximadamente 48 millones de dólares y la cedió a las fuerzas armadas. Como lo señaló el director de incidencia política de la organización México Unido Contra la Delincuencia al presentar la investigación El negocio de la militarización: opacidad, poder y dinero:
«La Sedena y la Semar controlan un total de treinta EPEM (Empresas de Participación Estatal Mayoritaria). Veinte de estas empresas pertenecían a la Secretaría de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes (SICT), pero con el desmantelamiento de esta institución civil, las Fuerzas Armadas no solo han asumido el manejo de estas empresas, sino que serán las únicas beneficiadas».
El gobierno también ha concedido a los militares el control y la propiedad de megaproyectos polémicos, como el mal llamado Tren “Maya”, el Corredor Interoceánico y el nuevo Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA) de la Ciudad de México. Estos proyectos de infraestructura promovidos por el Estado están siendo construidos en parte por los militares, a quienes se acusa de no tener en cuenta los costos culturales, laborales y medioambientales, así como de eludir los procedimientos legales. A través de estos proyectos, los militares están satisfaciendo las demandas de las instituciones financieras internacionales: “subsanar deficiencias críticas en infraestructura”. Pero las funciones de las fuerzas armadas no se limitan a la construcción. Uno de los claros ejemplos es el Tren “Maya”. En el marco de este proyecto, la Sedena ha creado una compañía turística subsidiaria, Servicios Turísticos Itzamná, a la cual el gobierno le ha permitido construir seis hoteles y un casino en la ruta del tren.
Más que subordinar los intereses económicos a la estrategia militar, todo esto crea un poderoso actor económico con recursos militares, y prácticamente no existen medios para impugnar sus actividades. El protagonismo de los militares en las empresas estatales resulta en un manejo opaco y secreto de los recursos públicos que termina beneficiando principalmente a una pequeña élite militar. Las fuerzas armadas no solo están ampliando sus funciones constitucionales hacia la economía, sino que también están profundizando los daños sociales y ecológicos que la propia economía genera.
La destrucción provocada por el Tren “Maya” | Autora: Inés Durán Matute

La militarización de la energía
Las empresas no se oponen necesariamente al papel de los militares en la infraestructura; más bien les interesa que el Estado prepare el terreno. Las conexiones energéticas —desde gasoductos, refinerías y terminales de gas licuado hasta la producción de energía mediante fuentes hidroeléctricas y solares— y los corredores de transporte multimodal —desde barcos de carga, hasta camiones, trenes, un sistema interconectado de puertos, carreteras y vías férreas—, actualmente en construcción gracias a las fuerzas armadas, son elementos útiles y necesarios para que las empresas compitan a nivel global. La participación militar en el sector energético no es nueva; desde 2007, han estado involucrados en la actividad económica e, incluso, en labores de construcción para el gobierno federal en proyectos de infraestructura que no requerían licitaciones públicas.
Muchos de sus subcontratistas y socios han sido difíciles de rastrear. Además, la Sedena y la Semar han estado involucradas desde hace tiempo en la protección de la petrolera estatal PEMEX y de su suministro energético. En 2013, la Secretaría de la Defensa Nacional adquirió el pequeño parque eólico “Granja SEDENA”, que se encuentra ubicado cerca del aeropuerto militar de Ixtepec en Oaxaca, y es operado por el fabricante danés de turbinas Vestas. Como en otros proyectos energéticos, los acuerdos sobre los terrenos para el proyecto fueron muy disputados.
La militarización en México está estrechamente vinculada a una visión específica del sistema energético, orientada hacia los combustibles fósiles y, en parte, a la propiedad estatal. PEMEX, la empresa petrolera de México, ha sido por mucho tiempo una entidad altamente simbólica como proveedora de combustible y de empleos, por lo cual López Obrador puso un gran énfasis retórico en restaurar la propiedad estatal de este recurso esencial. Sin embargo, la (re)nacionalización del sistema energético solo se ha implementado de forma fragmentada, se basa en los combustibles fósiles y beneficia principalmente a los grandes consumidores, como los productores industriales.
El sistema energético es un claro ejemplo tanto de la militarización como de la dependencia de actores económicos mundiales. Algunos de los gasoductos que actualmente se encuentran operando o que están en construcción en México—aún en contra de la preocupación de los habitantes y en el contexto de asesinatos de defensores ambientales y del territorio—son parte de los contratos firmados por el gobierno anterior de Peña Nieto. López Obrador los criticó severamente porque para 2022 estos gasoductos no funcionaban plenamente y no entregaban la cantidad de gas contratada, aunque se continuaba cobrando al Estado mexicano. Finalmente, el gobierno renegoció algunos de ellos para crear empresas conjuntas con la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y gestionó la construcción de más gasoductos para importar gas de esquisto desde Estados Unidos.
Por ejemplo, un gran proyecto en construcción es un gasoducto marítimo de 715 kilómetros que va desde Texas hasta Yucatán y promete transportar más de 1.300 millones de pies cúbicos al día (MMPCD) de gas natural. El proyecto, denominado Puerta al Sureste, permite a la empresa canadiense TC Energy formar parte de los proyectos de infraestructura estratégicos que se han entregado a las fuerzas armadas. “Se trata de construir todo un sistema eléctrico en la selva de la península [de Yucatán]”, sostuvo el director de la CFE, Manuel Bartlett Díaz. Defensores del medioambiente han apodado las recientes inversiones para la expansión del petróleo y el gas como Proyectos de Muerte. Las licencias ambientales endebles o inexistentes, los daños ecológicos por fugas en los ductos, las extracciones ilegales, los conflictos por la tierra y los accidentes en los ductos —incluidas las explosiones— han intensificado la inseguridad, la violencia y la toxicidad para los habitantes locales.
Quienes protestan contra estos megaproyectos han sido objeto de detenciones arbitrarias, represión y asesinatos selectivos. Tan solo durante el mandato de López Obrador más de 102 defensores ambientales fueron asesinados. Uno de estos casos fue el de Samir Flores Soberanes, el primer defensor del territorio asesinado durante esta administración en 2019, después de protestar en contra del Proyecto Integral Morelos, un proyecto de generación de energía e industrialización en la región central de México. Activistas y defensores también han denunciado ser perseguidos por las fuerzas armadas, así como por grupos paramilitares y del crimen organizado afines a los intereses del sector de combustibles fósiles. Para la población local, la economía formal, la violencia de los grupos criminales y la militarización extrema impulsada por el Estado se entrecruzan de manera insoportable.
Mural “Samir es semilla” | Autora: Inés Durán Matute

Guerra y economía
Muchos dicen que para mantener la economía mexicana en marcha, el Estado debe protegerla de la violencia permanente. Aunque este argumento legitima el papel de los militares en la economía, no hay indicios de que las cifras macroeconómicas de México dependan de su pacificación. Cuando las instituciones internacionales hablan sobre la economía de México, el planteamiento habitual es que esta crece a pesar de la guerra y de la actividad criminal.
Cuando el FMI visitó México en octubre de 2023, presumió una “tasa de desempleo en mínimos históricos” y un “consumo privado robusto”, que habían impulsado un crecimiento económico superior al 3%. El sistema bancario era resiliente a los choques y las perspectivas se mantuvieron estables, ya que, según algunos comentaristas, “afortunadamente” López Obrador heredó de su predecesor un déficit bajo del 2% del PIB. Tras el desplome del peso en los mercados internacionales durante la pandemia, la moneda se revalorizó fuertemente, ganando el título de “superpeso”, pues en 2023 fue la divisa con mejor desempeño en el mundo. Esta apreciación de la moneda se atribuyó al nearshoring, al incremento en las remesas y las exportaciones, y a las altas tasas de interés; poco se mencionan los problemas socioecológicos y los conflictos violentos.
Precisamente en esos estados en el norte de México que han visto tasas atroces de violencia, las empresas estadounidenses y canadienses ven ahora promisorios emplazamientos para la manufactura, y así eludir largas y complejas cadenas de suministro que mostraron ser vulnerables durante la pandemia. López Obrador prometió reducciones de impuestos masivas para los productores de vehículos eléctricos y otros sectores, y es probable que Sheinbaum ofrezca lo mismo. México ya tiene la relación impuestos/PIB más baja de la OCDE. Estas medidas también han atraído al país a empresas chinas. Aunque algunos han manifestado su preocupación de que el aumento de los precios de la tierra —dado que los propietarios esperan posibles inversores como Tesla— pueda disuadir a las empresas, el peligro real probablemente seguirá siendo para las comunidades locales, que podrían sufrir una intensificación de la violencia y de los conflictos por la tierra en un contexto ya de por sí volátil.
Los límites difusos entre la economía legal y la ilegal permiten que diferentes actores se beneficien en una variedad de sectores que recurren a la violencia; la coexistencia de la violencia y el crecimiento económico continúa hasta el día de hoy. En el estado de Chiapas, hogar de la rebelión zapatista y de decenas de comunidades originarias, la minería ha provocado despojo, violencia, daños ambientales y a la salud, además de desplazamiento forzado. Por ejemplo, en febrero de 2024, diversas organizaciones de la sociedad civil estimaron que más de 3.000 residentes fueron desplazados forzosamente durante los primeros 43 días del año, únicamente en la región sur. La mina La Revancha, en Chicomuselo, es una clara muestra de esta grave situación. Originalmente, la mina era gestionada por la compañía canadiense Blackfire, pero la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (PROFEPA) cerró la mina en 2009, tras el asesinato del activista antiminero Mariano Abarca. Sin embargo, desde 2023 La Revancha ha estado operando ilegalmente bajo el mando de un grupo armado que busca la extracción de barita, un mineral empleado en la perforación de pozos petroleros y cuyo principal consumidor es la industria petrolera. La Revancha es ahora el escenario de un enfrentamiento armado entre diferentes grupos que buscan el control, además de la población local que defiende sus comunidades y sus vidas.
Este tipo de conflictos se ven en todo Chiapas, que ha estado al borde de una guerra civil desde septiembre de 2021, como advirtió el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Paramilitares, grupos de autodefensa y carteles se disputan el territorio con la complicidad de los gobiernos. El escenario no ha cambiado con el ascenso de Sheinbaum al poder. En octubre, el EZLN denunció las amenazas, abusos y hostigamientos contra las bases de apoyo; poco después, fue asesinado un defensor comunitario y sacerdote tsotsil, el padre Marcelo Pérez. La violencia en Chiapas, como en otras regiones del país, parece ser el resultado de la inversión, en lugar de ir en contra de la actividad económica.
De hecho, el gobierno de López Obrador hizo poco por responsabilizar a los inversionistas y a las empresas de los impactos socioambientales y violentos en el país. Por el contrario, la continuación de la “guerra contra las drogas” consolidó un modelo extractivista, centrado en sectores que requieren control territorial. Como comentó Carlos Slim, el empresario más rico de México, respecto a López Obrador: “lo importante es que ha respetado al sector privado, que me parece que está funcionando bien”. Con las empresas de energía renovable, las relaciones han sido más tensas; las inversiones en ese sector han disminuido considerablemente desde 2018, dado que algunos proyectos se paralizaron. Además, la renegociación del NAFTA, que dio lugar al Tratado entre Estados Unidos, México y Canadá (conocido como USMCA), profundizó la subordinación económica de México a sus vecinos del norte. México sigue dependiendo en gran medida de la actividad económica estadounidense y de los esfuerzos de reconfiguración de las cadenas de suministro mundiales por parte de las empresas con sede en Estados Unidos que utilizan los empleos aún mal pagados en el lado sur de la frontera, tanto para el nearshoring como para la exportación.
¿Una nueva era?
López Obrador prometió iniciar una nueva era en la política mexicana, pero los últimos seis años trajeron menos cambios de los esperados. El efecto perverso de este giro político se ve con mayor claridad en la respuesta gubernamental al caso Ayotzinapa. Inicialmente, López Obrador prometió investigar las desapariciones y los asesinatos; de hecho, su primer acto de gobierno, el 4 de diciembre de 2018, fue crear la Comisión para la Verdad y el Acceso a la Justicia (Covaj) y ordenar a todas las instituciones estatales entregar la documentación que tuvieran. Sin embargo, un estudio de Quinto Elemento Lab sostiene que para 2022 la Covaj había sido comprometida y la Unidad Especial de Investigación y Litigación para el Caso Ayotzinapa no podía operar. Incluso, el gobierno impulsó la disolución del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), que desde 2014 había trabajado con las familias para resolver el caso. Como lo señala un comunicado reciente de las familias de Ayotzinapa, el gobierno de López Obrador retuvo información y solo entregó 15 de más de 800 documentos de inteligencia militar, y optó por ahondar la opacidad, desacreditando y silenciando a las familias y sus abogados. En 2024, al cumplirse el décimo aniversario de las desapariciones, las familias, junto con miles de simpatizantes, salieron a las calles para seguir exigiendo verdad y justicia.
Las calles de la Ciudad de México continúan recordando a los 43 estudiantes desaparecidos | Autora: Inés Durán Matute

El Estado ha continuado mostrando desprecio por las familias de las víctimas y su dolor. En la actualidad, más de cien organizaciones se dedican a la búsqueda de familiares desaparecidos, enfrentando numerosos obstáculos por parte del Estado y operando en un ambiente de temor. Han estado haciendo el trabajo que los gobiernos se rehúsan a hacer, investigar lo que les pasó a las personas desaparecidas, sin tener ningún presupuesto. Muchas son madres en busca de sus hijas e hijos; algunas de ellas han sido asesinadas en el proceso. Sus búsquedas han dado lugar a hallazgos inquietantes, como el descubrimiento de fosas comunes, incluidos dos crematorios y siete fosas clandestinas en Guadalajara. El gobierno de López Obrador ha subestimado tanto la crisis de desapariciones como los riesgos que enfrentan las familias que continúan buscando a sus seres queridos. No es de extrañar entonces que quienes buscan a las víctimas de desaparición forzada no votaran por Sheinbaum; por el contrario, organizaron la campaña “Te cambio mi voto por mi hijo desaparecido” para votar por las personas desaparecidas como un acto de protesta a favor de la memoria, la verdad y la justicia.
Ahora queda por ver si Sheinbaum promoverá una agenda distinta que vaya más allá de una distopía capitalista de guerra y tendencias autoritarias que sólo protege a unos pocos para garantizar la acumulación de capital. En los próximos seis años, la relación entre economía y guerra definirá su mandato. La trayectoria de Sheinbaum pone en duda la probabilidad de una ruptura con los gobiernos anteriores. Durante su gestión como jefa de gobierno, la Ciudad de México fue una de las entidades que firmó el mayor númerodecontratos con la Sedena. Su administración trató de imponer mayor control en la Glorieta de las y los Desaparecidos, un espacio colectivo ocupado para la memoria en el distrito financiero; lo que desató grandes críticas de grupos activistas. Así mismo, colectivos y activistas feministas criticaron a Sheinbaum por las respuestas represivas y militarizadas de su administración contra las manifestantes, como se vio durante las marchas de mujeres del 8 de marzo. Hoy, parece reavivarse el conflicto con los grupos feministas.
Marcha del 8 de marzo en Ciudad de México, 2024 | Autor: Inés Durán Matute

Desde su victoria en junio de 2024, Sheinbaum ha mostrado fuertes vínculos con las fuerzas armadas. En septiembre, encabezó una ceremonia ante cientos de militares en el Colegio Militar, donde confirmó que “las fuerzas armadas humanistas” continuarán desempeñando su papel en la construcción de proyectos de infraestructura. En el último día de su mandato, López Obrador firmó una reforma que valida la intervención militar en todas las funciones civiles y pone formalmente a la Guardia Nacional bajo el mando de la Sedena. Al día siguiente, el discurso de toma de posesión de Sheinbaum sugirió una continuidad de los objetivos de su predecesor. Dirigiéndose a los mexicanos y al mundo, negó la militarización del país y las violaciones a los derechos humanos.
Por el contrario, ha elogiado a las fuerzas armadas como “estructuras con la disciplina, la educación y los efectivos necesarios para responder de manera inmediata” a los problemas que afronta el desarrollo del país. A pesar de esto, Sheinbaum recortó el presupuesto de la Defensa en 2025, en línea con el esquema de “austeridad republicana” que reduce el financiamiento a diversos sectores, como la educación. De hecho, redujo los fondos para la corporación militar OMM, el Tren “Maya” y la recién adquirida Mexicana de Aviación. Pero ¿qué implican estos cambios en la relación del Estado con las fuerzas armadas?
Es probable que los intereses empresariales también fomenten una intensificación del status quo. A pesar de su promesa de continuar con el “segundo piso de la Cuarta Transformación”, su elección inicialmente encendió las alarmas en el mundo empresarial. El peso experimentó su mayor caída desde la pandemia, debido a una posible pérdida de contrapesos en el gobierno y la aprobación de un paquete de reformas constitucionales extremo, ecléctico y controversial. En respuesta, desde entonces Sheinbaum se ha propuesto transmitir confianza a las empresas. Sostuvo varias conversaciones con el Consejo Coordinador Empresarial —el poderoso organismo empresarial mexicano—, en las que insistió en el potencial empresarial de los esfuerzos estadounidenses de nearshoring y en las posibilidades de una cadena de valor de energías renovables. También declaró que la reforma laboral propuesta, que reduciría la semana laboral de 48 a 40 horas, requerirá primero el consenso de la comunidad empresarial para ser aprobada.
Muchos han sugerido que el pasado de Sheinbaum como una de las autoras del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) y como científica del clima guiará al país hacia las energías renovables y lejos de los combustibles fósiles, que incluye la dependencia a PEMEX. Aunque una transición de este tipo podría reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, no alteraría significativamente la estructura de propiedad de la generación de energía ni resolvería la violencia y los conflictos asociados a los proyectos energéticos en el país. Los proyectos de energía solar y eólica propuestos —como el proyecto solar Ticul en Yucatán y los parques eólicos en Oaxaca— han enfrentado históricamente una fuerte oposición local, pues no generan los beneficios esperados para las comunidades. Los planes de infraestructura publicados por el gobierno anterior proyectan un aumento en la generación de energía, y hay pocos indicios de que el equipo de Sheinbaum vaya a cambiarlos, dada la propuesta de expandir la “Cuarta Transformación” de López Obrador. De este modo, es probable que con Sheinbaum se continúe la inversión en proyectos de infraestructura estatal, en estrecha asociación con el ya consolidado negocio militar. La fusión entre economía y guerra en el país parece que va a continuar.
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